Robert De Niro

Robert De Niro no actúa, se transforma. Desde sus inicios en el Actor’s Studio hasta su consagración junto a Scorsese, su carrera está marcada por una pasión que desborda técnica: una entrega absoluta al personaje, al cine y a la verdad. Esa intensidad, lejos de agotarse, lo convirtió en uno de los intérpretes más influyentes de todos los tiempos.

Primeras influencias y una vocación temprana

Hijo de dos artistas —Robert De Niro Sr., pintor expresionista abstracto, y Virginia Admiral, poeta y pintora—, el actor creció en un ambiente donde el arte no era accesorio, sino centro de gravedad. Ese entorno lo marcó con una sensibilidad que aún hoy se percibe en cada plano. A los 16 años abandonó la secundaria para estudiar interpretación con Stella Adler y luego con Lee Strasberg. Su formación en el Actor’s Studio selló su vínculo con el método, esa escuela de actuación que exige al actor fundirse emocionalmente con su papel.

Desde entonces, De Niro entendió la actuación como una forma de vivir otras vidas con una intensidad brutal. El compromiso era absoluto, incluso físico. Cuando le ofrecieron el papel de Jake LaMotta en Raging Bull (1980), subió más de 25 kilos para interpretar al boxeador en su decadencia. No era solo profesionalismo; era respeto por el personaje y por el cine.

Una carrera construida sobre la obsesión por el detalle

La colaboración con Martin Scorsese no es solo una de las más longevas del cine moderno: es una historia de confianza mutua alimentada por la búsqueda compartida de autenticidad. En Taxi Driver (1976), De Niro condujo un taxi durante semanas por las noches para comprender a Travis Bickle desde adentro. Su célebre “You talkin’ to me?” no estaba en el guion. Surgió en la soledad de una habitación, frente al espejo, en uno de esos ejercicios personales que el actor solía realizar antes de que empezara el rodaje.

Durante décadas, mantuvo esa ética intacta. En The Deer Hunter, Heat, The Godfather Part II, o Casino, De Niro encarna hombres al borde, personajes complejos y oscuros que requieren tanto una comprensión emocional profunda como una disciplina interpretativa milimétrica.

La vida personal, entre la reserva y la convicción

Aunque su vida pública ha sido cuidadosamente preservada del sensacionalismo, la intensidad de su compromiso profesional también dejó marcas en su vida personal. De Niro ha sido padre de siete hijos y ha atravesado separaciones y desafíos familiares con la misma entereza silenciosa con la que elige sus papeles. Es un hombre que habla poco de sí mismo, pero que se ha expresado con claridad en temas que considera esenciales, como los derechos civiles, la educación pública y la libertad de prensa.

Nueva York, su ciudad natal, ocupa un lugar central en su biografía afectiva. Fue cofundador del Festival de Cine de Tribeca, creado tras el 11-S para revitalizar culturalmente el sur de Manhattan. Ese gesto resume su forma de ver el arte: como trinchera, como acto colectivo de reparación y belleza.

El legado: más que películas, una ética

Lo que distingue a De Niro no es solo su capacidad camaleónica o su currículum imponente. Es la ética que ha sostenido todo su trabajo. Nunca eligió papeles fáciles ni se dejó llevar por modas. Su filmografía traza una línea estética y moral coherente, con riesgos asumidos y decisiones que priorizan lo artístico por sobre lo comercial. Incluso cuando incursionó en la comedia —Meet the Parents, The Intern— lo hizo desde el respeto por el género y sus exigencias.

Dirigió dos películas: A Bronx Tale (1993) y The Good Shepherd (2006), ambas exploraciones sobre la identidad, el poder y el origen. No fue un salto casual a la dirección, sino una expansión natural de su obsesión por contar historias desde dentro.

Una pasión que no se negocia

A más de cinco décadas del inicio de su carrera, De Niro sigue filmando. Participó en The Irishman (2019) con Scorsese, Pacino y Pesci, una película que es al mismo tiempo una cumbre del cine y una reflexión sobre el tiempo, la vejez y las consecuencias.

Su pasión no ha menguado, solo se ha vuelto más austera. Ya no necesita demostrar nada, pero sigue eligiendo proyectos donde puede explorar los pliegues de la condición humana. Esa es la constante que atraviesa su obra: un fuego interior que no busca aplausos, sino verdad.

Robert De Niro no ha actuado para el público. Ha actuado para honrar su oficio. Y en ese gesto, ha dejado una marca indeleble en la historia del cine.